Dolor

Recuerdo un día, un tanto lejano ya, en el que hice una mañana intensiva de gimnasio que por la tarde complementé con un lapso largo de tiempo de nadar y chapotear en el agua junto a mis hermanas. Cuando llegó la noche estaba destrozado y caí sobre la cama como un plomo.

Sin embargo, al cabo de unas horas, un dolor punzante y palpitante en el pecho me despertó llevándose consigo la posibilidad de conciliar de nuevo el sueño. Lo asocié a las típicas agujetas, pero tan molesto era el dolor, que desperté a mi madre para que me suministrará algún tipo de remedio para calmar las incesantes punzadas. Y así fue, el dolor desapareció al cabo de un rato gracias a una misteriosa pastillita y pude volver a dormir.

Pero, a veces, una pastilla no sirve para calmar el dolor que puedes encontrar en el pecho, un dolor que es constante, arraigado en el fondo y decidido a quedarse allí por mucho tiempo, tanto que en la mayoría de casos sólo puedes ignorarlo. No obstante, en el momento menos adecuado aflora; te absorbe, te consume, te asfixia, te oscurece, convierte tus pensamientos en una turbia marea de sentimientos a los que no puedes poner orden. Y ahí estás, en medio de un dolor ininterrumpido, intentando conocer la causa a la que seguramente no podrás poner solución, sólo ocultar de nuevo.