Luna vieja – Capítulo 2

Luna vieja – Capítulo 1

A 5 metros de distancia de Antonio se detuvo Héctor, se retiró la capucha que le cubría la cabeza y lo miró fíjamente a los ojos, pero no sin antes haber observado detenidamente el arma de su oponente.

– Es bonita, pero no será más que leña cuando acabe contigo.

El puño de Antonio se cerró aun con más presión sobre el mango de su mortífera arma mientras fruncía el ceño y escupía a un lado.

– Veremos si para cuando empale tu cabeza con ella sigues opinando lo mismo.

Antonio golpeó el suelo con su portentosa gayata, levantó una gran nube de polvo alrededor y dio comienzo el combate.

El monje no tardó ni un solo segundo en abalanzarse sobre Antonio, con pasmosa velocidad y a pesar de que el polvo impedía la visibilidad suficiente para obtener un blanco seguro, sacó algo de aquellas anchas mangas que brillaba bajo el rojizo sol.

Antonio, en cambio, era la viva imagen de la tranquilidad. Como si de antemano supiese el movimiento exacto de su oponente, trazó con su gayata una línea en el aire con lentitud pero sin vacilaciones, abriendo una brecha en el aire polvoriento.

El impacto de las grandes navajas detenidas por la robusta madera produjeron un sonido seco que hicieron retroceder unos pasos a Héctor con frustración. La ira empezaba a emanar de la cara de aquel monje cuando vio sus armas de acero albaceteño melladas y el cayado intacto.

– Parece que vas a tener que esforzarte un poco más si quieres hacer honor a tu sobrenombre – dijo Antonio con el rostro completamente serio.

– ¿De qué sobrenombre hablas?

– El que usa todo el mundo a tus espaldas, incluso tu querida.

Antonio sabía lo que hacía y lo estaba consiguiendo fácilmente. Todo el mundo sabía de la adoración que Héctor le tenía a El Curro Jiménez del Valdepueblas, de ahí sus armas y su debilidad por lo que él opinase.

– Se refieren a ti como «el monje eunuco de los cojones» – sonrió Antonio -, pero no creo ni que sepas qué es esa última palabra.

El rubor de la cara de Héctor se convirtió en fuego, volvió a abalanzarse sobre Antonio con lágrimas en los ojos, dando golpes a diestro y siniestro con aquellas afiladas navajas. Pero Antonio se movía de un lado a otro sin esfuerzo, esquivando aquel monje perdido de la mano de Dios.

Finalmente, Antonio hizo girar su cayado sobre la palma de su mano, se apartó a un lado e impactó con un golpe contundente en la parte posterior de la cabeza del monje que mordió el suelo y perdió la conciencia, si alguna vez la tuvo.

La tranquilidad se volvía a respirar en el ambiente. Antonio se agachó y revisó todos aquellos bolsillos que Héctor tenía en aquella indumentaria y al final encontró aquello que posiblemente lo encaminaría hacia el siguiente reto, pero necesitaría de la ayuda de un experto.