La azotea

Subía tranquilamente las escaleras que conducían a la azotea del edificio. A aquellas horas el silencio reinaba en cada una de las plantas por las que pasaba, sólo perturbado por el sonido de mis propias pisadas. Llegué al último tramo del ascenso y saqué las llaves de mi bolsillo. Puse la llave en la cerradura de la puerta que daba al exterior, la giré con dificultad y la abrí poco a poco, dejando que la oscuridad de la noche se fundiera con la luz del interior del edificio.

A decir verdad, el solo hecho de ver la oscuridad y las extrañas figuras que se formaban en la terraza me inquietaron, me pusieron nervioso. Desde pequeño la penumbra en lugares desconocidos me había acelerado el cuerpo, me asustaba aquello que no podía ver con claridad y era consciente de las malas jugadas que hacía la mente en esos momentos. A pesar de ello, salí fuera, renovando el aire de mis pulmones con aire frío.

La luz proviniente del interior del edificio atravesaba la puerta alumbrando parte de la azotea y dejaba en total oscuridad el resto, impidiendo que mis ojos se acostumbrasen a la penumbra. Cerré la puerta tras de mi, dejando que el corazón se me acelerase un poco más. Volví la mirada a la terraza y pude ver mejor todo lo que me rodeaba, pero la presencia de la Luna hubiese mejorado la situación notablemente. Alcé la mirada al cielo en su busca pero lo único que encontré fue cientos de puntos blancos destelleantes entre algunas nubes agitadas por el viento.

Caminé hacia delante, intenté dejar mis temores a un lado siendo más racional, pero hasta mi parte racional me indicaba que aquello tenía su peligro, al final y al cabo la azotea se compartía con dos edificios más, qué sabía yo acerca de las cosas que podían encontrarse allí. Saqué el móvil del bolsillo parar mirar la hora. Deslumbrado por su luz pude ver que eran cerca de la una de la madrugada. Mientras devolvía el móvil a su sitio y mis pupilas se volvían a adaptar a la noche algo me sorprendió tras de mi.

Alguien me empujó con violencia por la espalda. El pulso se me disparó, el corazón se me desbocaba y la mente procesaba la situación de forma vertiginosa. Caí junto con mi agresor al suelo. Yo quedé abajo, boca arriba y con sus brazos sujetos por mis manos. Cuando estaba a punto de defenderme, de hacer algo para salir de aquella situación pude ver su rostro, su preciosa cara adornada por cientos de estrellas del cielo que permanecían de fondo. Ella estaba allí, encima de mi, con un sonrisa maliciosa y una mirada traviesa esperando mi respuesta. Para mi sorpresa, todo aquel temor irracional a la oscuridad, aquellos latidos acelerados por la inquietud de aquello que no podía ver con claridad se transformó en una llamarada de deseo. Solté sus brazos para pasar mis manos por su espalda y su nuca, acercándola a mi para besarla entre los jadeos de aquella caída, mientras ella posaba su ligero cuerpo sobre el mío.

Todo aquello que antes me enquietaba en aquella azotea se volvió insignificante a su lado, ella lo era todo para mis sentidos en aquel momento. Notaba las caricias de su cabello liso sobre mi cara, el calor desprendido por su cuerpo, el aire de su respiración sobre mis ojos, el sabor y la textura de sus labios, su fogosidad contenida bajo una capa de impaciencia esperando a devorarme. Disfrutaba de cada segundo que transcurría, recreándome en todos y cada uno de los detalles, como si fuese la última vez y necesitase recordarlo para toda la vida.

Nos detuvimos un momento para tomar aliento, mientras nos mirábamos a los ojos minuciosamente.

– Un día de estos me matarás de un susto – le dije.

Llevó sus labios ha mi oído derecho.

– Habrá valido la pena – me susurró para finalmente besar dulcemente mi lóbulo.
– No tengo la menor duda – le contesté a la vez que besaba su mejilla.

Dejamos el suelo para ir hasta el final de la azotea donde la artificial luz de la ciudad fue objeto de nuestra atención mientras permanecíamos agarrados el uno al otro en silencio, atentos a nuestros cuerpos y al sonido del viento.

Quizás permaneciésemos así hasta el amanecer, aunque quedaban unas cuantas horas. Sin embargo, moría por saber cuán preciosos debían ser sus ojos con el color del Sol reflejado en ellos. En realidad, moría por poder verlos cada mañana del resto de mi vida.