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La Luna

Entre el sábado y el domingo pasados, un poco antes de las dos de la mañana, cuando me proponía irme a dormir, al apagar las luces vi un resplandor sobre el suelo de mi habitación que provenía de la calle.

Pensé que aquella luz era la bombilla encendida que había dejado algún vecino olvidadizo en la terraza de enfrente, pero era demasiado luminosa. Miré por el balcón y vi que era la luna, blanca y resplandeciente.

Así que cogí mi cámara, le monté el multiplicador 2x junto con el objetivo de 200mm, me apalanqué lo mejor que pude para mantener el pulso y lancé unas cuantas fotos en el agradable helor de la noche.


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La azotea

Subía tranquilamente las escaleras que conducían a la azotea del edificio. A aquellas horas el silencio reinaba en cada una de las plantas por las que pasaba, sólo perturbado por el sonido de mis propias pisadas. Llegué al último tramo del ascenso y saqué las llaves de mi bolsillo. Puse la llave en la cerradura de la puerta que daba al exterior, la giré con dificultad y la abrí poco a poco, dejando que la oscuridad de la noche se fundiera con la luz del interior del edificio.

A decir verdad, el solo hecho de ver la oscuridad y las extrañas figuras que se formaban en la terraza me inquietaron, me pusieron nervioso. Desde pequeño la penumbra en lugares desconocidos me había acelerado el cuerpo, me asustaba aquello que no podía ver con claridad y era consciente de las malas jugadas que hacía la mente en esos momentos. A pesar de ello, salí fuera, renovando el aire de mis pulmones con aire frío.
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